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Cuando el trabajo en los andamios para reconvertir una antigua fábrica de zapatos en un edificio de viviendas de lujo no lo deja exhausto del todo, durante seis meses Thierry Metz consigna en su diario sus impresiones y meditaciones con una prosa a media voz, lacónica, condensada al máximo, como si el poeta reservara sus fuerzas para repetir mecánicamente los mismos gestos en la obra. Sin embargo, de la mano de Metz esa economización de la palabra se traduce en una prodigiosa riqueza de imágenes en la que, entre la crudeza, el embrutecimiento, la alienación, lo prosaico de la faena y el lento discurrir de unas horas («La erosión de un dolmen es más activa que el paso del tiempo en la obra») asediadas por la fatiga («Unos zapatos que querrían gritar su cansancio a los cuatro vientos»), se abren camino el ensoñamiento y las observaciones sobre el transcurso de las estaciones, el cielo, las nubes, el arco iris, los petirrojos y las golondrinas, la camaradería, las manos que ríen y el lenitivo silencio de las pausas del mediodía o los fines de semana, en los que «el único canto que se oye es el del pájaro rojo y azul del lapicero» posado en una hoja. Diario de un peón es, además, un texto indispensable por el lugar que ocupa en la llamada literatura proletaria.
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