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Si el siglo XIX fue hijo de la Revolución Francesa, también lo fue del descubrimiento decepcionante de que el sueño rousseauniano de libertad, igualdad y fraternidad podía convertirse en la pesadilla de la represión impuesta por un centro de poder supuestamente omnisciente. El triunfo y caída de Napoleón fue el primer ejemplo. La Revolución Industrial inglesa trajo consigo la creación de hombres prácticos propietarios de una única mercancía: su fuerza de trabajo. Milagrosa mercancía pues, contrariamente a las demás, creaba valor que quedaba en manos de los capitalistas en vez de en las del propio trabajador. Estos astutos Žentrepreneursö llenaron los campos y afueras urbanas de hilanderías que habían conciliado su producción mecanizada con la actividad manual de sus operarios; mientras que con sus locomotoras y barcos de vapor hacían de Inglaterra la reina de los mares durante todo el siglo.
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